martes, 12 de junio de 2012

Cuentos para pensar

Esta vez les traigo dos cuentos cortitos para reflexionar de Jorge Bucay. Aunque no son precisamente para niños, tal vez deseen compartirlos con los mayorcitos.

Las ranitas en la nata.

Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata. Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio, las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil; sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar. Una de ellas dijo en voz alta: "No puedo más es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar. Ya que voy a morir, no veo porque prolongar este sufrimiento. no entiendo que sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril". Dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco. La otra rana, más persistente, o quizá más tozuda, se dijo: "¡No hay manera!  Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora":
Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un solo centímetro, durante horas y horas. Y, de pronto, de tanto patalear, la nata se convirtió en mantequilla. Sorprendida, la rana dio un salto y,.  patinando, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo volver a casa, croando alegremente.



Las alas de la vida.

Cuando se hizo mayor, su padre le dijo: "Hijo mío: no todos nacemos con alas. Pero, aunque no tienes obligación de volar, sería una pena que te limitaras a caminar teniendo las alas que el buen Dios te ha dado".
- Pero yo no sé volar- contesto el hijo.
- Es verdad- dijo el padre. Y lo llevó hasta el borde del abismo de la montaña.
- ¿Ves, hijo? Éste es el vacío. Cuando quieras volar, vienes aquí, saltas al abismo y, extendiendo las alas, volarás.
- ¿Y si me caigo?- el hijo dudó.
- Aunque caigas, no morirás. Sólo te harás algunos rasguños que te harán más fuerte para el siguiente intento- contesto el padre.
El hijo fue a ver a sus amigos, con los que había caminado toda su vida. Los estrechos de mente la dijeron: "Tu padre está medio loco. ¿Para que necesitas volar? ¿Por que no te dejas de tonterías?". Los mejores amigos le aconsejaron: "¿Y si fuera cierto? ¿No será peligroso? ¿Por que no empiezas despacio?  Prueba a tirarte desde una escalera o desde la copa de un árbol. Pero... ¿desde la cima?".
El joven escuchó su consejo. Subió a la copa de un árbol y, llenándose de coraje, saltó. Desplegó las alas, las agitó con todas sus fuerzas, pero se precipitó a tierra. Con un gran chichón en la frente, se cruzó con su padre.
- ¡Me mentiste! No puedo volar. Lo he probado y ¡mira el golpe que me he dado! No soy como tú. Mis alas solo son de adorno.
- Hijo mío- dijo el padre-, para volar, hay que crear el espacio de aire libre necesario para que las alas se desplieguen. Es como tirarse en paracaídas: necesitas cierta altura antes de saltar. Para volar hay que empezar corriendo riesgos. Si no quieres, lo mejor quizá sea resignarse y seguir caminado para siempre.





De  Déjame que te cuente, de Jorge Bucay.

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